En el día de las librerias. Prólogo de José Nogales.

Delicioso libro de Manuel Chaves prologado por JOSÉ NOGALES . Una serie de escritos sobre temas sevillanos.

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Reproducimos aquí, más abajo;  Con Luz y a oscuras , artículo en el que Chaves relata la puesta en servicio del primer alumbrado Publico en Sevilla, obra de nuestro paisano Don Rodrigo Caballero Illanes.

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Al que leyere...

Este es un libro que yo vi nacer: mejor dicho, que contribuí un poco á que naciera. Por esto me juzgo ligado á él con ciertos vínculos espirituales que me redimen de aquella virginidad de prólogos en que hasta ahora he vivido. Ni los hice para los libros ajenos, ni los pedí para los míos.

Y es que, para los ajenos, creí siempre que me faltaba autoridad; y para los míos, que me faltaba aquella cualidad excelente que tendrían que poner de manifiesto por anticipado juício de la obra.

Con el presente libro todo aquel propósito casi huraño ha venido á tierra, y ya he dicho la razón. Ahora, lo que quiero decir al público es cómo debemos alegrarnos de que lo efímero y volandero se haya fijado en moldes estables y, como ahora se dice, definitivos.

He aquí cómo nació este libro: en Enero de 1901 comenzó la publicación de El Liberal en Sevilla, de que fuí Director durante algunos meses, con verdadero regocijo de mi alma. Esta satisfacción tenía dos motivos de índole sentimental: que era El Liberal y se publicaba en Sevilla.

Al empezar, dije á Manuel Chaves:—¿Por qué no haces una sección tuya, en que nos traigas algo de lo mucho que sabes y conoces, acomodándolo al paladar del público numeroso y al molde especial del público moderno?

Estas invitaciones al trabajo no se le dirijen en balde á Manuel Chaves, uno de los espíritus trabajadores é inquietos que afirman, frente á la Andalucía legendaria y pasiva, la Andalucía productora é inteligente.

Desde el segundo ó el tercer número de El Liberal apareció la sección titulada «Cosas nuevas y viejas». Lo que comenzó en Enero acabó en Diciembre. Un año, día por día, servimos á los lectores la paciente labor de Chaves, que era, burla burlando, un pedazo de historia, fragmentaria, anecdótica, concentrada, en que había de todo: desde lo trágico á lo exquisito; desde lo terrible á lo picaresco.

Y esto—hay que decirlo lealmente—aun sin tener en cuenta otras valiosas condiciones de la producción, revela una profunda cultura y un magno esfuerzo, que supone por anticipado muchos años de trabajo perseverante y abrumador, no recompensado sino por la estimación del público.

Acaso porque todos, confesándolo ó no, apreciamos en mucho aquellas cualidades en que no abundamos, yo admiro la obra paciente é inteligentísima de los eruditos, de los bibliógrafos, de los escudriñadores de las fuentes vivas en nuestra literatura, en nuestra ciencia y en nuestra historia. Y esta obra de perseverancia y sabiduría se realiza con admirable solidaridad. Como en los esfuerzos científicos, estos empeños literarios se enlazan, se completan, se ordenan á través de los años y de los siglos.

Sevilla fué siempre, y lo es ahora, un admirable taller para esta persistente labor de sabiduría. Yo tengo ganas de decir al «gran público», á ese público que está formado por cientos de miles de lectores diarios, quiénes son y qué representan en la moderna cultura española esos eruditos andaluces cuyos nombres llegaron á él á través de las Academias, de las Corporaciones oficiales, de las referencias volanderas de los periódicos en notas fugaces é inexpresivas.

El círculo de lectores se va ensanchando: este es un excelente síntoma; la Prensa, machete en mano, abre sendas claras y ventiladas en el bosque enmarañado de nuestra ignorancia secular. Ella abre el camino; el convoy viene detrás. Es un error el de los que creen que la Prensa absorbe por completo y para siempre la parte de inteligencia activa con detrimento del más hondo y apacible saber. La Prensa abre camino, hace lectores….

Uno de nuestros propósitos era ese: utilizar la Prensa como vehículo y cargar en ella la cantidad de cosas viejas que admitiese: así se irían repartiendo. Para esto—exigencias inevitables del público—había que escoger lo raro, lo ameno, lo interesante: aún no está el niño grande para ingerir muchas y serias dosis de paciente estudio.

Y Manuel Chaves cumplió su encargo tan liberalmente, que con aquella serie de Cosas ha podido componer el presente volumen, ya pasado en autoridad de cosa juzgada, y lo que es más, aplaudida.

Seguramente ha de haber alguna flor fresca en el ramillete, pues Chaves tenía materia sobrada á mano, y no es hombre que se la reserve, al contrario de otros eruditos, que todo lo que pueden lo reservan como si ganara réditos. Y ¡cuántas otras cosas sabrosísimas, de gran interés literario é histórico, habrá tenido que reservar y dejar en el fondo de los cajones, por esta ridícula meticulosidad que ahora nos ha entrado, por esta pudibundez externa que destierra todos los desenfados del ingenio antiguo, aunque permite toda licencia al ingenio contemporáneo!

No podemos reproducir los felicísimos y audaces rasgos de nuestra literatura picaresca, moralmente inofensiva, porque el donaire es ingenuo, natural y bien encaminado, mientras corren, exquisitamente encuadernadas, todas las alambicadas porquerías de la literatura francesa,—que no tienen acceso en otras naciones—y esto me hace pensar en el antiguo problema de si la moralidad será cuestión de climas… y de lenguajes.

Me place lo exquisito de esa literatura, aunque se acomoda mi ánimo mejor á los sabrosos desenfados de la nuestra.

Y es que adoro nuestras formas castizas, nuestro «modo de hacer», el resplandor de nuestro ingenio solariego, la gracia ingenua, socarrona y admirable de nuestros grandes escritores. Y es más: pienso en que los señores franceses venían en los siglos XVI y XVII á buscar comedias, á buscar Autos, á buscar novelas, á empaparse en nuestro ambiente, para fusilar nuestra producción, hacerse el paladar y revendernos la «lengua de Molière» en nuestra propia salsa…

Era una especie de combinación como la que ahora hacen con nuestros vinos. Allá van nuestros mostos blancos, fuertes, sensuales, apetecibles. Los tiñen de negro con singular maestría, los perfuman, los aderezan, los disponen con sugestivo bouquet, y nos los revenden con fe de bautismo de Burdeos ó de Borgoña… Total, seis botellas que vienen, representan el valor de una pipa que va. Ni más ni menos. Son gastos de nacionalización que nos cargan en cuenta.

Y, ahora que recuerdo: Manuel Chaves también ha pasado la frontera y nos lo han devuelto, con un acento de lo más tirano. En los periódicos taurinos del Mediodía, de la Provenza, figura Chavéscomo una autoridad in ré taurina, por aquellos folletos sobre Pepe Illó… y demás documentos del ramo, que ha sacado á luz. Es delicioso.

Lo que quise decir—y no es poco—es que Chaves es un escritor que pasó la frontera, precisamente por lo castizo, por lo apegado á nuestro riñón, por lo que tiene de españolizado, por sus cosas viejas, que son nuestras cosas.

Y si esto se estima en el extranjero, ¿cómo no lo habíamos de estimar en nuestra casa!

Sí se estima. Lo sé. He podido apreciarlo precisamente en estas Cosas viejas, en cuyo nacimiento me llamo un poco á la parte. Cartas sobre las tales Cosas, recordatorios, adiciones, rectificaciones, oposición, aprobación, me daban á entender que interesaban.

Si interesaron entonces, ¿cómo no ahora? Ahora y siempre.

Son Cosas incitantes, regocijadas ó trágicas, pero andaluzas. Juntas, no tienen más fin que el de presentar un estado de alma; separadas, no tienen más objeto que regocijar al lector ó hacerle sentir la angustia de lo histórico….

Por uno y otro propósito, mi parabién á Manuel Chaves; mi aplauso al conjunto de eruditos sevillanos, de grandes artistas, de pacientes trabajadores en el orden intelectual, que han formado una de las bases de nuestra cultura moderna.

De Sevilla hay que hablar mucho. Pero mucho. Dios dirá.

JOSÉ NOGALES.

CON LUZ… Y Á OSCURAS.

Cuando las sombras de la noche se extendían sobre Sevilla en aquellos tiempos de la Inquisición y de los monarcas absolutos, era preciso ser hombre de más de mediano valor para atreverse á recorrer solo las calles, la mayoría de las cuales eran estrechas, tortuosas y en las que abundaban las lóbregas travesías, las encrucijadas sombrías y los rincones misteriosos y los pesados arquillos de feísimo aspecto.

Los faroles y candilejas que las hermandades solían poner en retablos y cruces que tanto abundaban, era el único alumbrado que podía guiar al transeúnte en aquellas tinieblas, por las que se resistían á penetrar en no pocos barrios las rondas y las patrullas que de tiempo en tiempo tenían obligación de recorrer sus demarcaciones.

Los criminales, los ladrones, la gente de malísimo vivir, eran únicamente los paseantes que desde el toque de la Queda hasta ser de día vagaban por las calles, y rara era la mañana en que en las collaciones de la Feria, san Vicente, santa Cruz, la Macarena ó san Pedro, no aparecía algún hombre muerto ó se tuviese noticia de alguna casa robada ó de algún atropello bárbaro cometido entre las sombras y el silencio.

Dueña en absoluto era la gente maleante de la ciudad por las noches, y únicamente en alguna gran solemnidad, se solían hasta las nueve ó las diez iluminar las casas por el vecindario por apremiantes órdenes del Asistente.

Hasta el siglo XVIII no se les ocurrió á las autoridades locales la feliz idea de que estableciendo alumbrado público, podrían evitarse muchos desmanes que favorecidos por las sombras se cometían, y á este efecto se ensayó el plan que ya en otras capitales se había llevado á cabo.

Era en 1732 Asistente interino don Manuel Torres, y á este buen señor, así como á su inmediato sucesor, don Rodrigo Caballero Illanes, se deben los primeros ensayos de alumbrado, pues ordenaron al vecindario que desde las primeras horas de la noche del invierno de aquel año hasta las doce, los vecinos colocasen en las ventanas de sus casas faroles que disipasen de algún modo las espesas tinieblas.

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El día 15 de Octubre comenzó á cumplirse lo ordenado por las autoridades, y es curioso el hacer constar que hubo una verdadera oposición por parte de la gente de los barrios bajos á la novedad de los faroles, dándose con frecuencia el caso que apenas eran encendidos muchos de ellos, los mozos de barrio y algunos pájaros de cuenta destruían á pedradas los cristales, volviendo á dejar las calles en aquellas sombras que tanto favorecían sus planes.

Así continuaron las cosas muchos años, apesar de los edictos de 1754, 1757 y 1758, siendo inútiles cuantos esfuerzos se hicieron por obligar á respetar el alumbrado, que siguió constituído únicamente por los farolillos que adornaban las cruces y retablos, que sostenían sus hermandades y cofradías.

En 1760 el Asistente, D. Ramón Larrumbe, dando una prueba de cultura, volvió á tomar disposiciones sobre el asunto, y el día 27 de Octubre se fijó é hizo publicar un bando en el cual se leen estos párrafos:

«Manda el señor Asistente que todos los vecinos de esta ciudad, barrio de Triana y sus arrabales, desde 1.º de Noviembre próximo hasta fin de Abril del año que viene, pongan faroles en lo exterior de las casas, que den luz á las calles y pasos públicos; lo que han de ejecutar desde media hora después de oraciones hasta las once de la noche: pena al que contraviniere lo mandado, de dos ducados por la primera vez, cuatro por la segunda y ocho por la tercera, aplicándose dichas multas al ministro, soldado ó persona que denunciare la contraversión en el todo ó parte de lo mandado…» Y más adelante se añadía: «Que desde las once de la noche en adelante, ningún vecino de cualquier calidad y condición que sea, pueda andar sin luz por las calles, llevándola por sí ó por sus criados con linterna, farol, acha ó mechón; pena al que contravenga, siendo persona distinguida, de seis ducados de multa con la referida aplicación; y al que no sea de esta circunstancia se le tendrá por persona sospechosa, y se le tendrá en la cárcel, para que averiguado su modo de vivir, se le dé el destino correspondiente, etc., etc.»

Por último, se acordaba que á las ocho de la noche se cerrasen todos los bodegones, botillerías y tabernas, adoptándose otras disposiciones para mantener el sosiego y la seguridad de la ciudad.

Pero tales acuerdos, apesar del buen celo que el Asistente y sus delegados tuvieran, no fueron bien cumplidos ni mucho menos como se ordenaba, y lo del alumbrado público vino á quedar como antes durante diez años poco más ó menos, aun habiéndose repetido los bandos en 1761 y 1766.

En el bando de 20 de Octubre de 1770, se volvió con más energía á encarecer la necesidad del alumbrado, por el Asistente D. Pablo de Olavide, añadiendo esto, que da idea de cómo andaba la seguridad pública por las noches en las calles de Sevilla:

«Habiendo acreditado la experiencia no se había podido evitar que en horas extraordinarias transiten personas sospechosas, pues en fraude de ellas se ha verificado encontrarse sujetos de esta clase después de las doce de la noche, con la cautela de llevar luz é ir separados para que no se les pudiese detener por las rondas: considerando su señoría que en semejantes horas nadie sin motivo urgente debe estar fuera de sus casas y que el mero hecho de carecer de esta legítima causa le constituye en sospecha», se ordenaba que fueran detenidos cuantos vecinos fuesen encontrados, como medida más expedita.

Disposición fué esta, que se confirmó y amplió más tarde en otro bando del mismo Olavide de 22 de Octubre de 1772, en el que se lee: «Toda persona que se encuentre después de dada las doce de la noche hasta el primer toque del alba, que no sean sujetos conocidos, en quien desde luego se excluye toda sospecha y que aunque lleve luz y vaya solo, no se verifique causa legítima urgente que le precise á transitar á aquella hora, cuya verificación (¡!) se haya de hacer en el pronto por la ronda ó patrulla que lo aprediesen, y no acreditándose la urgencia, se ponga preso y haga justificación de su vida y costumbres para tomar la providencia correspondiente conforme á lo que resulte…»

Ya se ve, pues, que entre el mal alumbrado y la gente non sancta, era harto arriesgado transitar por las calles en los buenos tiempos de la fe y de las venerandas tradiciones, pudiendo decirse que apesar de repetirse nuevos bandos sobre alumbrado en 1777 y 1779, hasta 1791 no contó Sevilla con un verdadero servicio, gracias al Asistente Ábalos, que, por cuenta del Ayuntamiento y cargando una contribución á los propietarios de casas, colocó faroles en todas las calles, los cuales faroles eran de forma adecuada y de dos mecheros, durando el alumbrado desde 1.º de Octubre de 1792 al 24 de Junio de 1793, las noches que no hacía luna, y terminando en el comienzo del verano.

D. José Ábalos nada olvidó para el mejor resultado de la reforma, y á este fin montó un cuerpo de celadores ó faroleros á los cuales ordenaba que «los mozos del alumbrado deben aderezar sus faroles diariamente, de forma que se hallen corrientes para encenderlos á las horas señaladas; cada uno recorrerá su partido de continuo para avivar el que se amortigüe ó encender el que se apague con atraso. Estas maniobras las han de hacer con actividad y prontitud: para ello y que no tenga disculpa, han de ser mirados mientras lo ejecuten con la detención y preferencia debida al público, á quien sirven, no deteniéndose con pretexto alguno á que siga su ruta por las personas más privilegiadas».

Desde los tiempos de Ábalos el alumbrado público siguió con diversas alternativas, siendo objeto de lucro para contratistas y negocio seguro para algunos graves señores, en perjuicio del pueblo en general, hasta que don José Manuel Arjona, hacia 1827, lo reorganizó con muy buen acuerdo, estableciendo los faroles triangulares sobre pescantes de hierro.

En 1839 tenía Sevilla mil faroles de un nuevo sistema inaugurado en 13 de Agosto de 1836, faroles de reverbero que causaron no poca admiración del pueblo.

Por último, terminaré estos apuntes consignando que al establecerse el gas, la calle de las Armas fué la primera que tuvo el nuevo alumbrado, poniendo término á aquellos tiempos en que nuestros abuelos tenían de noche la ciudad con luz… y á oscuras.

firma, Manuel Chaves

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